yo ¿parí? dormida

En el carrete de mi celu tengo un video inédito: un médico abre una panza, una partera filma, sacan a un bebé que sale llorando, de repente escupe un líquido y se despereza. Todo sucede en un quirófano, hay mucha gente, y entre todxs esos, estamos Juan y yo. El bebé que sacan es mi hijo. Esa panza que estiran y manipulan a más no poder es la mía. Todxs lxs presentes le dan la bienvenida a una criatura de cuatro kilos. Juan no lo puede creer. Está más que emocionado. Todo un flash. Yo, estoy ahí completamente sedada. Estoy presente pero no. ¿Parí? dormida. Eso mismo.

La madrugada del sábado 8 de enero nació Manu. Fui a cesárea y me durmieron totalmente porque las barras de titanio que tengo en mi espalda imposibilitaron que la peridural hiciera efecto. Y todo fue un otro flash. Terrible. Violento. Veloz. Impactante. Y a la vez maravilloso, así lo siento un poco a través de la mirada de Juan en la filmación.

Lo último que recuerdo de ese quirófano esa noche es que me temblaba el cuerpo entero, que tenía una sábana verde en la cara, que todxs hablaban de cualquier cosa y que Juan me tenía de la mano y me besaba la frente para tranquilizarme. El miedo que sentía era atroz. Y eso que me creía valiente. Nada que ver.
Lo primero que recuerdo al despertarme es que mi cuerpo quería pero no podía y que un bebé viajaba conmigo en un ascensor, en su cunita mirando las luces del techo. De vez en cuando yo miraba para el costado y lo veía. Tenía una batita blanca y estaba calladito. Quienes pasaban me decían “felicitaciones, mamá” y yo que no sabía a quién le hablaban. Quería pero no podía responder. Quería sonreír pero estaba triste y en otra sintonía.
Sentí mucha culpa cuando llegamos a la habitación; ese bebito estaba al lado mío y yo no podía hacer nada por él porque el efecto de la anestesia general empezó a irse después de varias horas.
Y sí, tuvo que ser así. Un nacimiento distinto.
Durante el embarazo me la pasé mirando cuentas de Instagram que mostraban videos de partos hermosos y soñaba con el momento ese donde el médico saca al bebé y las madres los escuchan y se los ponen en el pecho y lloran de la emoción. Yo lloraba cada vez que veía cómo esos bebitos se calmaban encima de la piel de sus mamás. El momento más importante de tu vida, eso dicen. Yo soñaba con un parto donde sonara el amor después del amor de Fito Páez.
Y Manu llegó a este mundo como un flash. Y yo, que lo gesté treinta y nueve semanas y dos días en mi panza me perdí de ese momento sublime. A veces no lo puedo creer, siento que me falta esa imagen, escuchar su primer llanto, verle los ojitos después de salir de mí. Llorar juntos.
Y bueno, ahora acá está, es mío, tengo conmigo al bebé del video del carrete, tiene la forma los ojos de su papá, come como un gatito, se despereza como un león, a veces me quiere comer entera, a veces me lastima, otras tantas me mira y me reconoce; nos está enseñando de todo un poco, tan chiquito.
A medida que van pasando los días, el sabor amargo y los temblores de la anestesia general van quedando atrás. Y vamos construyendo nuestro vínculo de a poquito, con todo el amor del mundo.
A veces las cosas no salen como unx espera. Pero sí es cierto que soñaba con un bebé sano y acá está. Por eso, doy gracias al universo. Ahora hay mucho por hacer, demasiado: sacarnos muchas fotos, crecer, alimentarnos, conocernos, estar piel con piel, ver cómo es la vida de a tres, pasear cuando se pueda, disfrutar de la familia, amarnos, reír, escuchar mucha música, cuidarnos mucho. Todo eso y más.
Bienvenido a este mundo terrible, bebito Manunú. Yo te conozco de antes.
Vamos a hacer todo para que tengas la más linda vida. Prometido. Para siempre. Ahora sé que ya no puedo vivir sin tu amor.

Infinito

Abuela: son noventa y ocho, ¿un montón, no? ¿cómo definirías toda esta vida tuya? Toda tu infancia, tus miedos por la noche, los bichos que nunca te animaste a matar, los pollos que te daba asco comer porque sabías del sufrimiento animal antes que todo. Tu adolescencia, abuela, ¿cuándo descubriste que amabas tocar el piano?, todos tus placeres, tus obligaciones, el conservatorio, tus pentagramas, los amores de tu vida que se te fueron tan pronto ¿cómo hiciste para sobrevivir a esas despedidas? ¿me contás un día algo tuyo que no sepa? Abuelita, me acuerdo cuando me agarrabas de la mano antes de empezar las clases, de tu cara haciendo tiempo mientras tejías una bufanda irregular; me acuerdo del movimiento de tus dedos cuando me enseñabas cómo limpiar las moras del árbol de las vías antes de comerlas; me acuerdo de tus tortillas de espinaca y cuando preparabas el comedor para los almuerzos: ibas y volvías mil veces por el huevo pasado por agua, el tomate, los duraznos, el té. No podía decirte que no porque ya tenías todo hecho, habías pensado en mí y en nosotras, como siempre, mientras la canilla quedaba abierta, mientras sonaba la radio fuerte como un sonido ambiente permanente. Todo en tu casa era un movimiento constante, y ahora estás ahí, abu, pero estás, en tu cama, con tus gritos un poco más bajos, con tu cuerpo recostado y la voz algo quebrada. Porque en este último año pasaron muchas cosas, ¿cuánto cambiaron las cosas, no? Te volviste a caer, ¿pero de verdad te caés, abuela? Ahora estás un poco más viejita, pero hablamos de las noticias de la tele igual. Y te enojás igual cuando alguien te molesta o cuando te cambian de canal. O cuando no tenés a mano el control remoto, o cuando no encontrás la lima en tu neceser. Porque te das cuenta de todo. Y te ponés terca si no tenés ganas de tomar mucha agua porque te lo exigimos como si fueras una nena. Ahora tu cama se sube y se baja con un botón y ahora estás todo el día acompañada.

Ya sé abu, no te quiero preguntar qué se siente ver tu casa invadida de personas que te conocieron hace poco, ya lo sé, no es lo que más te gusta, siempre disfrutaste tu soledad y ahora, perdón abu, pero necesitamos que estés cuidada y todo el tiempo. Tu piel es tan sensible, tus piernas son tan lisas pero tan débiles, tus brazos a veces te duelen si hacés algún esfuerzo, tu cabeza se marea si te mueven demasiado. No quiero preguntarte abu qué se te cruza por la mente cada vez que te dicen lo que tenés que hacer, a vos, que siempre fuiste tan independiente, a vos, que te ponías cinco pullovers como capas de cebolla y tenías toda la ropa manchada de lavandina y nunca te importó el qué dirán. A vos, que llegaste a tener la casa invadida de gatos sin importar lo que pensaran los vecinos. A vos, que todo lo hiciste con amor, como cuando te ibas volando a casa porque te necesitábamos. Para cocinar albóndigas, para hacernos el Nesquik, para ver los cuadernos con la tarea para el hogar o simplemente para acompañar. Abuela, ¿cómo es llegar a los noventa y ocho? Abuela, ¡son casi cien!, ¿casi cien años, abuela? Ya no sé qué regalarte, ¿qué te gustaría? Siempre pedís alguna crema para la cara o bombones de fruta o amarettis. Hoy te llevo algo de eso; alguna malta, un vino tinto, algunas uvas, higos en almíbar, algunas flores. Abu, claro que me acuerdo de tus regalos, el librito está escondido en la cajita, no me olvido, es nuestro secreto, gracias. Por el vestido también gracias y por la polera roja que me ponías siempre de abrigo cuando era una nena; gracias por los cuentos de Poldy Bird y por Platero y yo. Gracias abuela por el olor de tu casa, por decirme “qué bueno que viniste” cuando me ves, por pedirme que te peine y que te acomode la almohada. Gracias por decirme “agarrá, agarrá” cuando sacás de abajo de las sábanas tus caramelos escondidos. Por recordarme que estás más viva que nunca cuando llamás a cada rato a tus compañeras incondicionales, tus gatas Lupe y Emi. Gracias por acariciarlas así y por gritarles para que se bajen o se suban, a tu gusto, ¿vos viste el amor cuando te miran esos animales? Abuela, ¿te dije que nunca me voy a cansar de hablar de vos? ¿cómo es que puedo dejar de sentir este orgullo infinito de tenerte? Cuidate abuela, dale, comé frutas, tomá agua. Hacé caso. Ponete alcohol en gel. Perdón abu, otra vez. Y gracias por responder cuando te hago mil preguntas poniéndote a prueba. Que cuántas cuerdas tiene una guitarra, que cuál es la capital de tal país, que si te acordás que estamos en marzo, de las fechas nuestras. Extraño que me llames a la oficina, abu, y extraño esperarte en la puerta y verte tras el vidrio caminar hacia mí; extraño tus tortillas finitas y tus bizcochuelos cortados en cuadrados. Extraño tus zapatillas llenas de pelos de animal blanco, extraño todo el desorden tu casa, te extraño a vos en la terraza regando tus plantas, extraño tus letras cursiva, las listas del súper y la imagen tuya baldeando el patio. Pero estás, y pasa el tiempo y a tu modo y de donde sea, sacás la fortaleza. Gracias por sorprenderme cuando me preguntás por mi espalda, ¿cómo te acordás todavía?, ¿cómo te acordás todavía a veces de esos vals y de la canción de Lolita Torres? Gracias por acordarte de mi nombre y por decir “mi nieta” con orgullo. Gracias por tu cuaderno y esos intentos de palabras temblorosas, gracias por tus mensajes ocultos. Son noventa y ocho abu, sos increíble. ¿Cuáles son tus deseos abuel? Hoy tenés que pedir tres. Pero bueno, pedí los que quieras, aunque sea solamente uno. Feliz y acompañado cumpleaños abuela. Te quiero, te amo, te admiro, te agradezco toda tu vida y tu enseñanza. Abuel, ¿te dije que sos grande grande? ¿te dije que pienso en vos cada mañana y en todos los trenes y cada vez que me cuesta creer en algo? ¿te dije que creo en vos? ¿te dije que nuestro amor es para siempre?

 

herencia

El año pasado revisando cajas viejas encontré en la casa de la abuela un vestido. Blanco. De encaje. Hermoso. ¿Qué es?. Me preguntó porque no tenía idea lo que tenía guardado en el placard. Quedatelo, me dijo sin dudarlo. Mirá qué lindo género, es para vos. El vestido se lo hizo su mamá, mi bisabuela era una genia cosiendo. Me dijo que se lo había hecho para una salida al Colón con José. Yo sé que la abuela está cerca de los cien pero confío en su memoria de cristal y hierro a la vez. Hoy, cuando me vio con el vestido se acordó. ¡Te lo pusiste! ¡Qué hermoso! Y sonrió con la ternura que me imaginé toda la mañana pensando en que iba a caerle con la sorpresa. Después nos pusimos a charlar de lo de siempre: las noticias de la tele, la enfermera, el cambio de clima, mi sobrino, las gatas. Mientras tomábamos un cafecito le pregunté qué tocaba ella en el piano cuando era joven. Mozart, Beethoven, de todo, me dijo. Y entonces agarré spotify y le puse el auricular mientras sonaba “La Marcha Turca”. Se quedó mirando al infinito. Me decía qué maravilla y movía su cabeza y sus dedos. Lentos los movía y tarareaba tan dulce. No lo podía creer ¡Hacía tanto que no escuchaba! Yo me quedé tan feliz de recordarle la música de sus pasiones que no te explico. Cuando volvía en el tren me puse a Spinetta. Y me acordé de la imagen de su cara mientras escuchaba. La canción de mi vuelta a casa decía algo así como “la condición de sentir casi todo sin decir”. Mi abuela me deja un vestido, me deja un amor, mi abuela me está dejando todo.

 

setenta

A los setenta sigue levantándose a las seis y media para ir a trabajar. A veces se duerme tarde si es que hay un duelo importantísimo en Showmatch. Estoy segura de que lo primero que hace al despertar es acariciar a su perra, el verdadero amor de su vida. Ella dice que Mamba es su compañera más fiel, que es la única que se pone contenta cuando la ve, cuando vuelve; la que se pone triste cuando se va. Será que le recuerdo poco que yo también me pongo contenta al verla juvenil con sus calzas y zapatillas Nike, o cuando se queda horas en la orilla del mar de Punta Mogotes para sentir las olas y el aire fresco de Mar de Plata, su lugar en su mundo feliz. Mamá vive con miedo y con una botellita de agua en su cartera por si las dudas. Mamá tiene una ansiedad descomunal y yo la vivo retando porque es así, por sus angustias, o porque no respeta las cadenas de mails en el trabajo, porque completó mal el excel, porque no bloquea el celular cuando termina de hablar. Vivo corrigiendo sus actos como una maestra ciruela. La reto para que no tome tanta Coca Cola y para que no coma tanto pan. La reto porque sale poco a caminar, la reto porque se hace mala sangre por muchas cosas, porque siempre el vaso medio vacío, porque vive angustiada la dura pero hermosa vida de su madre de casi noventa y ocho. La reto porque sabe que nos tiene a nosotras, y sin embargo, siempre un pero, los domingos, el encierro, la poca compañía. Mamá llora poco o se guarda todo y a veces estalla y le duele la nuca, le sube la presión. Pero a los setenta parece diez años menos, disfruta de la locura por la perra junto a mi hermana, desea verlo a su nieto aplaudir su velita, lo ama y lo espera con postrecitos en la heladera; a los setenta se sigue yendo a Mar de Plata sola porque el mar puede más que cualquier soledad, me sigue teniendo en cuenta para todo, va al médico cuando la obligo, compra Coca Cola light, abre y cierra la oficina desde hace años, tiene las manos lindas y el pelo largo lacio y cuando sonríe lo hace hasta llorar. Mamá tiene una medalla en el cajón que fue el premio a la mejor alumna y tiene el trofeo a la mejor hija (y no por ser la única). La abuela es porque está ella, que hace lo que puede pero es mucho. Mamá nació un 20 de diciembre de 1949. Uf, ¡hace un montón! Mamá siempre estuvo orgullosa de nosotras tres. Y nosotras tres de ella. A pesar de que se lo recuerdo poco. Pero hoy es su día. Mamá siempre me recrimina que nunca le escribo nada; ella también me reprocha cosas. Así vivimos. Yo espero que hoy pida sus tres deseos soplando la velita arriba de un kilo de helado de Rita. Espero que se le cumplan todos, porque siempre se los merece. Espero que sepa cuánto la quiero, que sus setenta me movilizan un montón, espero que sepa que siempre voy a estar para ella, que nunca va a estar sola. Que nos tenemos. Que no es poco. Feliz cumpleaños, Juani, gracias por todo.

 

Noventa y siete

La abuela es fuerte. A veces me cuesta escribirla, me duele escribirla, tal vez, no se. La abuela se aferra a su cama, a sus gatas Lupe y Emi, las que quedaron después de tantos. La abuela a veces tiene bronca pero es fuerte y a veces se olvida de todo lo que pasa alrededor cuando mira las aventuras de El Zorro o cuando me pide le acerque la planta que le regalé cuando todavía era ella quien la regaba y me dice qué linda que está. La abuela piensa en lo que no puede, en lo que pudo, en lo que no va a poder. La abuela fue joven, hermosa, creativa, fue una artista, una mujer con dolor, fue la profesora de música más querida de Villa del Parque, una señora fuerte, sin miedos. La abuela sobrevivió. Fue una madre sola y luchadora y después nos cuidó más que a ella misma, y nos cocinó y nos preparó albóndigas y helado de frutilla y pensó en nosotras mil noches y nos llevó a los cumpleaños y a inglés particular y fue a las reuniones del colegio porque mamá tenía que trabajar . Y todos los días de su vida nos amó a su modo, sin tanta palabra de afecto pero con el gesto sagrado de pensar en lo mejor para las cuatro y supo siempre que las cuatro fuimos y somos casi un mismo cuerpo. La abuela me enseñó más de lo que ella piensa. No me enseñó a tocar el piano porque no tuvimos paciencia pero sí a querer a las libélulas, a no tener faltas de ortografía, a valorar lo pequeño, a pasarle un algodón húmedo a las hojas de las plantas interiores, a buscar en el diccionario, a encontrar sinónimos y también me enseñó a hacer ñoquis de papa y saber que más que el decir es el hacer y me enseñó eso de que cuando no puedas correr, trotá; cuando no puedas trotar, caminá; cuando no puedas caminar, andá más lento, pero nunca nunca te detengas. La abuela nació hace (hoy) noventaysiete y cómo le cuesta. Ella sabe de la vida más de lo que no dice y escribe las letras del abecedario en la libreta para no olvidarse de nombrar. También escribe su nombre en todos los renglones, Juana Elena Scanavino, Juana Elena Scanavino y así. La abuela duerme mucho y sueña seguido y a veces se levanta y canta do re mi fa sol la si y de repente se da cuenta de que está en su cama, otra vez, como todos lo días, y mueve los dedos y llama a la gata para que se acomode sobre su corazón, que late, que sigue latiendo, que pesa. La abuela es el centro de nuestra familia, ay, si ella supiera todo lo que nos pasa, que el miedo nos acelera, que somos más frágiles de lo que creemos. La abuela se ríe sólo cuando ve al Mumi que es pura vida y que la abraza y que la besa y que la muerde cuando se le pone encima y la lastima de amor; la abuela cambia la cara cuando lo ve, se olvida de su cama, del tiempo, de sus huesos débiles, de lo malo de la vida detrás de su puerta. A veces quisiera cambiar sus modos, quisiera su calma, la que nunca tuvo, quisiera matar todas sus manías. Pero ella es toda así, frontal, peleadora, nerviosa, vieja loca, ella es sana, pura. La abuela vive, es nuestra. La abuela me duele, me moviliza. La abuela es fuerte y la celebro. Celebro su vida, que es todo lo que quiero para ella, su salud, su bienestar. Celebro su tiempo, su sabiduría. Celebro sus noventaysiete, que son muchos, son muchísimos. Celebro que hoy pidió sus tres deseos junto a nosotras y me muero por saber cuáles habrán sido. Yo deseo que sus 97 los cumpla muy fuerte y que se cumplan sus deseos siempre, siempre, porque la amo y porque siempre le voy a estar agradecida.

Mi foto con Cristian Castro

Todas tuvimos alguna vez un momento fan. Cuando estábamos en tercero polimodal (?), cinco pibes (uno con pinta de francés, otro que tenía un hermano mellizo pero menos talentoso, uno que tenía una voz de cantante de ópera, un negro, y otro simpaticón con nombre de algo que venden en la carnicería pero nunca comí) ganaron un programa que se llamaba Popstars. Los Mambrú se presentaron en el Shopping Devoto, que era el centro comercial más zarpado que se había inaugurado cerca de casa (después del Plaza Park Shopping y del Del parque Shopping, en Villa del Parque, claro). Entonces, esa tarde, faltamos al colegio para verlos. Desde una terraza saludaron, a nosotras, sí, Milton apuntó sobre nosotras (eso creíamos) y nos sentimos maravillosas. Mucho antes, mis amigas y yo habíamos sido fans de Caramelito en barra y sabíamos todos los pasitos de las coreografías: “Hoy salió el sol/ tuve ganas de buscarte/para saber/si quería vos contarme/qué te pasó…”. Ni hablar de Chiquititas y el libro de la vida de Belén cuando se presentaban en el Gran Rex. Ir era la gloria y podíamos sentir que los sueños se iban a hacer realidad sólo porque lo decían ellos: “Si vos querés/ podés”, cantábamos al unísono con una mano en el corazón, como si fuera un himno.Tiempo después, una tarde estuvimos un rato largo en la puerta de un boliche con una amiga, para entrar y escuchar a modo de primicia el disco Azul de Cristian Castro. Éramos todas un grupo de gente desconocida que escuchaban, una detrás de otra y en orden, las canciones del compact disc que iba a salir a la semana siguiente (sí, por primera vez oímos “Lloviendo estrellas” y decíamos esta sí está Re buena) y que tendría en la tapa a un Cristian renovado, platinado; el mismo que después grabaría el emblemático video corriendo en la playa, con el tatuaje de una figura que nunca supimos bien qué era. Ojo, la variedad siempre fue algo característico del grupo porque también logramos entre todas, tener una buena colección de casettes y memorables CDs: Grupo Santa Marta, Montecristo (!), La Cumbia, Gastón Angrisani, Los Ángeles Azules, La Nueva Luna, Grupo Green, Red, Blue, Gilda (se conseguían en la disquería de Rodríguez Peña; siempre había alguna novedad, eran bastante económicos para la época y sino, para los más pop, teníamos que ir al Musimundo del ya mencionado shopping de VDP, viajando antes en el San Martín). Éramos chicas del conurbano, lindas y contentas; muy musicales. Algunas de nosotras armaban los propios grupos de Spice Girls (estaba bien claro quién era Emma y cuál Gery, por ejemplo) y cada cual amaba a un BSB en especial. Yo no me repartía por el amor de Nick porque me encantaba el menor de los Hanson. En Avenida La Plata, no la de Capital, sino la Avenida La Plata de verdad, la de Santos Lugares, había una señora que tenía un local que hacía remeras con fotos y muchas de nosotras mandábamos a hacer alguna; esas se tenían que lavar poco porque si no, se podían desteñir. Todo antes había marcado un hito cuando en el noventa y cuatro el propio Diego Torres dio un show exclusivo en el Ateneo Manuel Dalzón y cantó “Tratar de estar mejor”, cuando todavía no era ni siquiera un hit para los vídeos de quinto año. Hasta el mismísimo Abel Pintos se presentó en nuestro colegio cuando no lo conocía ni León Gieco ni La Sole. Y nosotras, estábamos ahí, en primera fila. Un día, armé un fans club de Ricky Martin que se llamaba “Nada es imposible”. Éramos tres y hasta nos habíamos hecho las credenciales forradas con contact. Con poquito éramos felices. Teníamos la ilusión de verlo algún día, aunque cuando vino gratis a cantar en la 9 de julio no fuimos no sé por qué (esas cosas de las que arrepentís para siempre). A Luismi lo vimos de grandes,varias veces en Vélez y siempre decíamos que iba a ser la última porque había cantado re poco y siempre lo mismo. Pero la vez siguiente, íbamos a ir igual, porque era Micky y no podíamos dejar pasar la oportunidad. Con mis amigas tenemos muchas cosas en común, un montón de flashes, de bailes, de jeans de Kosiuko, de rosarios flúo, varios sabores de Impulse (incluido el limited edition de las Spice), un montón de realities shows, varias finales juntas. Siempre firmes con Popstars, con los Operación Triunfo, desde la temporada de Claudio Basso hasta la de ya no sabemos quién ganó. Será que fuimos somos y seremos fans de nosotras. Fuimos nosotras las estrellas del pop, de la cumbia y de las canciones latinas. Cómo me voy a olvidar. City Hall. Soul Train. Los asaltos. Los Chakales. Amor amor amor. Los bailes en el colegio. El barrio. La esquina. El tren. Quiero que me vuelvan a mirar tus ojos. Siempre seremos las reinas del ritmo.
En la foto, sólo algunas de nosotras, con Cristian Castro (real) muchos años después y hace algunos cuantos.

Hay que quererse más

Nunca antes me había interesado por la medicina preventiva. Hasta que un día supe de casualidad que tenía tres aneurismas cerebrales. Toda una novedad. Por ahí siempre estuvieron, por ahí se quedan ahí quietitos y nunca pasa nada, por ahí un día se te rompe alguno y sangra y no la contás. Esas eran las opciones, ¿Qué harías si sabés que tenés algo así que por ahí jamás te genera ningún síntoma o ninguna complicación o tal vez sí? Nunca antes me había hecho la pregunta.
A los quince años mi columna se empezó a torcer y no tuve mucho tiempo de pensarlo ni de hacerme muchos cuestionamientos. Primero, me tuve que operar porque mi médula estaba anclada y después tuve que pasar por una cirugía inevitable porque los dolores eran tan fuertes que no me permitían ni respirar con normalidad. Ahí sí, si no me operaba, tal vez algún día ya no iba a poder caminar más. No exagero. La escoliosis era tan zarpada que no me quedaba otra. Tenía que corregir la curva y pasar por esa operación que fue como un taller mecánico en una carnicería- quirófano. Me decidí porque no había opción. Agradecí a la vida porque desde ese día fue un antes y un después. Luego de once horas con un equipo de médicos -súper capos- martillando y acomodando vértebras quedé como nueva y con una postura envidiable de bailarina clásica. Hago una vida normal, estoy apta para tener hijxs y la operación hasta me hizo un poquito más alta. Primer punto: un diagnóstico temprano de escoliosis puede llegar a prevenir la cirugía zarpada. Segundo punto: un diagnóstico general también puede prevenir otros problemitas, como el mío reciente: los famosos aneurismas. Esa palabra asusta porque creo que entendemos mal el concepto. El aneurisma es mortal o puede generar un diagnóstico grave si sangra, si explota, si se rompe. Pero si nada de eso pasa antes, se puede solucionar. O mejor dicho, se puede prevenir un mal trago. ¿Cómo? Atravesando una cirugía que consiste en un cateterismo por medio del cual te colocan un stent para reparar ese globito de sangre. La decisión descansaba en pasar o no por una intervención así, leve, con poco riesgo, pero que no deja de tener cierta entidad porque requiere internación de tres días; uno de ellos en terapia intensiva, una medicación especial por seis meses y controles esporádicos. ¿Hace falta todo eso cuando por ahí nunca te pase nada? Me preguntaba mi familia, preocupada. Y, bueno, sí. Para mí sí hacía falta. O peor la pregunta ¿Hace falta pasar por esto otra vez, teniendo en cuenta que ya me operé los dos aneurismas del lado derecho y sabiendo que la medicación me causó una hemorragia digestiva que me dejó internada de urgencia un fin de año?
Sí. Lo hice otra vez.
El jueves me reparé el aneurisma del lado izquierdo, era mínimo pero no por eso con menos posibilidades de algún día generarme un problemón.
Lo hice otra vez.
Fui a la clínica por mi propia voluntad. Los médicos otros súper capos. Yo orgullosa de haberla pasado. Soy valiente, al menos para esto y no me da vergüenza decirlo. Ahora tengo la postura de una bailarina clásica y la sangre que fluye por donde tiene que fluir. Yo le voy a contar a mis sobrinos que siempre hay que hacer todo lo que se pueda para sentirse uno bien. Y para hacer sentir bien a los demás. Cada cual elige qué hacer con su cuerpo. Mi cuerpo es libre, tan libre que siempre hizo lo que se le antojó, a mi gusto y voluntad: lo adorné; le puse clavos, barras y stents. Aclaro: no sueno en los aeropuertos.
Lo hice otra vez y otra vez agradezco a todos los que estuvieron a mi lado y que apoyaron mi decisión de ir por el camino menos fácil.
Ahora todo está en su lugar, soy una piba contenta.
Eso nomás: cuídense, escuchen a sus cuerpos, defiéndalo ante las circunstancias.
Está bueno quererse mucho.

 

Tramitar la compañía

Las encontré. La abuela tenía las dos libretas de matrimonio guardadas en una cartera. Las había forrado con papel araña color azul. Las dos iguales. Fue la primera vez en 32 años que tuve acceso a esos documentos. El día que la llamé para comentarle que la Anses está pidiendo que se actualicen los datos para comprobar su viudez me cortó el teléfono porque pensó que era una desconocida que le quería sacar información. Está entrenada, lúcida. Después, personalmente, se lo conté: están revisando información pero olvídate porque el beneficio no te lo va a sacar nadie. Yo me ocupo.
Fue un trabajo detectivesco, apasionante: números de acta, asientos, direcciones desconocidas, números de libreta cívica (porque en esa época no existía el DNI). Descubrí los nombres completos de mis tatarabuelos, que la abuela se casó primero con 24 y después con 40 años. Supe quiénes fueron los testigos de ambos matrimonios. Ayer se los nombré y no los recordaba, pero después me dijo que sí, que eran unos tíos, su cuñada y un primo. En el registro civil también pedí las partidas de defunción de sus dos maridos. Creo que era la primera vez en sus 95 que veía esos datos: José murió por una insuficiencia cardíaca aguda y Guillermo de un síncope traumático, cierto. Eso tenemos que demostrar. Que mi abuelo está muerto desde que mi mamá tiene catorce años, que Guillermo también lo está; que de esa segunda unión sólo pudo disfrutar dos años. A la Anses le tengo que demostrar que la abuela de verdad se casó, que de verdad se le murieron los dos maridos; a ella que tan buena y linda esposa debe haber sido. Yo trato de entenderlo, que cada tres meses se la debo mostrar a la empleada del banco para que vean que está, como si pusieran en duda que la vida no le puede pertenecer.
El lunes voy a llevar todos los papeles que junté. Estoy casi en el final de mi tarea detectivesca y creo que todo va a estar bien. Ayer le pregunté a la abuela si había escuchado algo del asunto en la tele y me dijo que no. Mejor, pensé. Olvidate, lo tuyo está todo solucionado, le dije. Qué bueno que no esté preocupada por esto, no hay derecho. La abuela tiene que estar tranquila, pensar en gatos, en su bienestar.
Si me llegaran a hacer algún problema, la próxima llevo a Emi y a Lupe para que la defiendan conmigo. Ella siempre estuvo bien acompañada y eso no se lo tenemos que demostrar a nadie. Está en sus ojos.

Nuestra salida de verano

Pasaron tres meses de la última vez que salió lejos de su casa y de haber sabido que hoy iba a hacer este calor, no la llevaba a hacer el trámite de la supervivencia. Pero ya habíamos planeado el día, ya estaba lista desde las ocho, ya le dolían los huesos más de la cuenta porque todo le cuesta todos los días un poco más. Pero fuimos, nos acompañó Víctor; ella está más segura si la agarramos en la calle de a dos. El camino fue sofocante aún en auto con las ventanillas bien bajas. Yo miraba por el espejo cómo apreciaba el paisaje, la gente, las plantas. Entonces, llegamos al banco y la empleada ni siquiera necesitó verla para hacerle firmar los papeles. Hicimos rapidísimo. Su nombre en esas dos hojas fueron la prueba que Juana Elena está viva, que mi abuela Pocha, mueve sus dedos, apunta su vista al renglón que le marco, que transpira como loca, que grita enojada cada vez que le digo que debe tomar mucha agua,que reniega cada vez que le digo que la sostengo, que no tenga miedo, que no se va a caer. Cuando le entregué las hojas a la señorita, la ayudamos a levantarse de la silla y nos fuimos a la esquina a tomar una seven up. Dijo que sí sin insistirle demasiado y eso me puso muy contenta (ya había advertido que no está para caminar demasiado). Entonces, finalmente, fuimos los tres a charlar un rato al bar de Cuenca y Nogoyá . Creo que no se dio cuenta de la hora, jamás me la preguntó. Hablamos, como siempre que vamos, de su vida en su barrio más preciado, Villa del Parque. De las calles que la vieron enamorarse y sonreír. Y cuando nos fuimos, pasamos por la puerta de la que era su casa. Desde el auto, acomodó su vista y nos dijo que José, su marido, la miraba siempre desde esa ventana que nos señalaba. Desde el espejo vi que respiraba profundo todo ese aire caliente de barrio lindo mientras apoyaba su cabeza para relajarse en el paisaje. En una de esas nos dice que no recordaba la existencia de tanto árbol: «qué grandes y hermosos todos, tal vez eran tan chiquitos y ahora, después de tanto tiempo en mi ausencia, crecieron». Seguro, le respondí. Y así es que volvimos, ella empapada pero con la satisfacción del trámite concluido y con en alivio de saber que recién en mayo tiene que volver. Sí, así tan linda, tan súper viva, como la necesitamos.

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Lo que sangra

Las chicas que sangran así
saben lo que quieren.
Si no, por qué dejarlas al desnudo, moverlas sin permiso a la hora imprevista. Para qué
buscar el motivo y dejar que hagan de su cuerpo, como el mío, un papel y dibujar en él una figura que desconozco en el medio de un desierto lleno de agujas, o convertirme en un perro muerto de sed, o en una mujer triste que espera los pasos de sus queridos.
Claro que las chicas que lo hacen así
saben lo que quieren y muy bien.
Las que sangran de esa manera lo tienen claro y por eso tiemblan con los ojos bien en alto, aunque se vean las heridas, ellas siempre, tan valientes.
Porque saben que la sangre fluye y vuelve siempre a acostumbrarse al río. Porque sé, como las chicas que saben sangrar, que todo se acomoda otra vez, con las miradas y las voces como las que vinieron a mí en forma de movimientos en el aire a tranquilizar el tiempo.
Es el amor el que transforma las sustancias, las plaquetas, o lo que sea que tenga que ser.
Siempre supe lo que quiero y acá estoy, agradecida, por todo lo que cura, por todo lo que sangra, que es compañía, que es el amor, todo lo que no hiere. Y está adentro. Y rebalsa.

Super-vivencia

Cuando era chica, la salida del mes era ir al banco con la abuela. Claro, ella nos llevaba de paseo a Villa del Parque; cobraba la pensión y después, nos compraba un cuarto de bombones de menta a cada una y luego nos llevaba a la confitería La Unión a tomar licuado con sándwiches de miga de queso. Siempre nos dio todos los gustos. Ahora, soy yo quien la lleva al banco. Es casi su única salida cada tres meses. Tenemos que ir para hacer el trámite de «la supervivencia». Y le cuesta, claro. Entramos, bien despacio, todo el mundo la mira con cara de amor y ella sonríe con cara de dolor de piernas, pero sonríe. Yo la siento, rodeada de otros muchos, y ella me espera y no me quita los ojos de encima. Mira, con cara de preocupada a las otras señoras que pasean con bastón y me hace gestos a la distancia que yo sola entiendo. Me espera. Sus piernas cuelgan del piso, como cuando la esperábamos nosotras hace varios años. Al llegar mi turno, la ayudo a pararse, le cuesta, llega, firma, pregunta ¿ya está? . Sí Abu, listo, le contesto. Yo por dentro pienso: ¿la ven?, miren lo hermosa que es. Y así nos vamos, de la mano, con sus miedos y con el trámite cumplido. Yo soy feliz porque ella no para de contemplar la cantidad de jacarandaes florecidos y me dice: «mirá ese, mirá ese otro, mirá qué linda la plaza». Y así todo. Así «súper vivimos». La supervivencia es de los trámites más lindos que me gusta hacer.

hoy reino

Estoy en la barra de un bar con el objeto libro. La gente pasa delante del vidrio y estoy inmóvil. Lo miro y es como si estuviera adentro de un círculo queriendo gritar. Pero entonces pienso que ya grité, que lo escribí ahí adentro, en ese objeto libro que no puedo dejar de tocar mientras la gente pasa. Tiene mi nombre, es como lo soñé. Es un pedacito de mí que se transformó, que gira. Hoy conocí al reino que me creé. Está acá, conmigo. Pienso en tantas cosas pero mejor, le saco una foto, lo abrazo y le doy la bienvenida con el amor que lo escribí.

La lista del súper (amor)

Suena el teléfono en la oficina. Atiendo y es la abuela que llama para decirle a mamá lo que debe comprarle en el súper. Hace ya muchos años que la abuela no sale de su casa pero ella es feliz en su mundo.
Yo te tomo el pedido, abu, le dije. Tomá nota, me dice, con su voz de tener la libretita en la mano y la memoria bien fresca:

-Bizcochitos de grasa Don Satur (para convidarle a Caro, que la ayuda los sábados con la limpieza).
-Anillos de Terrabusi (para convidarnos a nosotras, sabe que son los nos gustan).
-Galletitas Granix sin sal (y sí, es hipertensa, no se puede evitar a los 94).
-1/2 docena de huevos (de los cuales comerá sólo las claras, lo sé, porque la yema le cae mal).
-Vino Toro en caja (me dijo que no pide botella porque le cuesta mucho sacar el corcho y al cartón es más fácil abrirlo).
-Atún (la cena para Lupe y Emi, sus gatas más preferidas)
-2 sobrecitos whiskas (para Linda, la gata que pasa por su casa solo a comer)
-1/2 kg de banana (estimo, para evitar los calambres).

A veces me pregunto cómo será no tener contacto con el exterior, pero la abuela me hace creer que tal vez no haga falta, que lo más lindo está adentro y que el amor a veces puede tener la forma de la lista del super. La poesía está en todos lados y hace un rato se hizo cuerpo en mi teléfono.

La perra y la luna

La semana pasada se perdió una gata de la abuela. La Blanca, se fue. Entonces fuimos a las casas de las vecinas para ver si la veíamos en terrazas ajenas. Cuando entramos en lo de Mari, nos presentó a su perrita nueva. Una viejita enana blanca divina, de esas que tienen todos los dientes para afuera. Mari nos dijo que la había encontrado en Ciudadela cruzando la calle, quince días atrás. Le puse Luna porque la encontramos de noche y había una enorme, dijo. Ahí quedó. Ayer mi hermana vio en Facebook la publicación de una chica desesperada buscando a su perra. La foto mostraba una viejita blanca divina con los dientes para afuera. No lo dudamos: mi hermana fue a tocarle la puerta anoche. Mari no dudó en llamar a la dueña. Al rato se encontraron. La perra se llama Luna; ese es su nombre original además del adoptivo. Nosotras seguimos buscando a la gata Blanca. Yo pienso que todo está escrito y que cada cual encontrará a quien busca si cree en el universo. El universo es una gran red social. Todos tenemos amigos en común. Colorín colorado.

El niño observado

 

Siempre me pregunto cómo habrá sido la infancia de aquellos que la vivieron en dictadura. Un día, conversando con un amigo que nació en los setenta, hablamos de esto. Él me dijo que a menudo le pasa eso de tener que preguntar por fechas de cumpleaños familiares, por ejemplo, porque en su casa solía pasar eso de anular los recuerdos, cualquiera que sea. Algo así como una cultura de «mejor no recordar», o «mejor no preguntar».
Ese día le pedí que me prestara cuadernos escolares o revistas, o cualquier cosa que hable -de algún modo- de su niñez.
Él buscó y encontró apenas unos boletines y unas fotos. Y me aclaró que los cuidara porque era lo único que le quedaba de esa etapa.
Con sus tesoros, yo hice un collage. Porque me parece que es obligatorio preguntarse por esas épocas, construir desde los recuerdos, vivir con memoria. Esta obra se llama «El niño observado. Memorias de la educación en los setenta» y se lo hice a mi amigo, con mucho cariño.

«OBSERVADO por no acatar las órdenes», «OBSERVADO en formación», «OBSERVADO por indisciplina», «OBSERVADO por permanecer en el aula durante el recreo», «OBSERVADO por libreta sin firmar».

Emi y el mismo amor

Emi interrumpe nuestra charla. La abuela me dice que así siempre. Que se le pone encima y que camina -sin moverse- sobre ella. Que es la manera que tienen los gatos de marcar territorio, de demostrar el amor. Nosotras seguimos hablando, el cuerpo de la abuela inmóvil, cruzado de brazos. Se da cuenta que le saco la foto. Sonríe. No soy celosa de la gata, creo. Las dos la sabemos querer. No habría otra manera de encontrar el amor más que cerca de su corazón. Qué animal más afortunado, pienso. Mientras suena la tele a todo volumen, la gata reposa sobre su pecho y nos mira atentas. También conversa a su manera. Para Emi la abuela es todo. Para mí también.

Del recuerdo de abril

Hace más de cinco años que no vimos más a Horacio. Trabajaba en la oficina. Era compañero de mamá desde jovencitos, cuando empezaron en la otra empresa. Él había comenzado haciendo trámites, justo cuando se lo llevaron a Malvinas. Yo siempre hablaba con Horacio del tema y le dolía mucho. Me contaba de la esquirla que le había quedado en la rodilla, del compañero que murió por salvarlo a él, de la comida que era escasa, de las cartas que le mandada a los compañeros de la oficina, de los chocolates que nunca llegaban. Cada vez hablábamos de los kilos que había perdido, «era piel y hueso» decía sobre su regreso a Campo de Mayo y de los compañeros con los pies congelados. Me hablaba siempre también de su madre y del gran disgusto. Delante de él me daba vergüenza quejarme del tonto frío de Buenos Aires. Las últimas veces me había contado que tenía pensado escribir un libro junto con los compañeros camada 63 con los que frecuentaba en un club de La Paternal. Él decía que sólo ellos sabían de lo que hablaba. Siempre respondía mis preguntas, fumaba mucho, muchísimo; hablaba de su hija con orgullo y era fanático de Boca y de Mar del Plata.
Un día Horacio no vino más. Sin aviso. Y yo creo que le dolía mucho todo. Le dolía el recuerdo , el presente. Un día apagó el celular y no supimos más nada. Nunca nos dijo dónde estaba y el porqué de su decisión. Entiendo, no tenía que darle explicaciones de nada a nadie.
Todavía guardo una copia de esa carta en la que le escribía desde la isla a mamá y a sus compañeros de oficina: decía que iba a volver pronto, que lo esperen, que estaba entusiasmado porque iba a viajar en barco, que era el único medio de transporte que le quedaba por conocer.
Espero cruzarlo algún día y decirle gracias. Espero que esté mirando el mar junto a su hija, que haya encontrado el lugar cálido en su vida. Espero que haya escrito ese libro y que esté fumando menos, por su salud. Y deseo que ojalá le esté doliendo mucho menos todo.
Me acuerdo de Horacio a menudo, pero mucho más los 2 de abril. Y ahí yo sé que me equivoco: a Horacio y a todos nuestros héroes los debemos abrazar todos los días.

naranjú

solamente una vez
me enamoré del verano:
eran las tardes donde
gobernaban las chicharras
bajo el silencio de las doce.
mi hermana y yo esperábamos
en el balcón quemado
la seña de la vecina de enfrente
para cruzar su patio.
esa pelopincho era nuestro
pequeño oasis y
bajo el canto de los bichos
invisibles
éramos sirenas
insaciables.
pero el verano me dolía,
marcaba mi piel sin cuidado,
todo el tiempo
hacía sangrarme de agua dulce
la frente
mientras
la boca se nos pintaba
del naranjú del mismo sabor.
sin embargo
yo creía en el sol
y era feliz mientras las olas
de nuestros ruidos
opacaban ese coro de chicharras
que anunciaba la estación.
lo del verano y mi cuerpo
fue amor
de esos que queman
y resisten bajo los hielos de colores.
de esos que esperan
el llamado de las muecas
para cruzarse de vereda,
de los que resisten
aun en la piel sangrada.
ahora
quema el balcón
e inevitablemente
vuelven sus restos,
aparecen las sirenas
se opacan las chicharras
otra vez,
acá la boca se me hace
de hielo dulce
y me vuelvo a enamorar.
siempre
me termino rindiendo
ante el recuerdo del sol.

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Hotel Plaza

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Hotel plaza
frente a la plaza
de Santiago de Cuba
la ciudad próxima a Guantánamo
esa
la del calor insoportable.

Las paredes del Hotel Plaza
huelen a un par de negros con son
-con sal-són-
y yo cuido la temperatura
que tu débil levantó
la mañana de la ventana.

Tu cuerpo no merece sufrimiento
si afuera suenan los tambores
y un par de niños
-todos felices aquí-
mientras
te mueves en esa cama
de los años setenta sin cambiar.

En la plaza
esperan los copos de azúcar
el sabro-són.
La fiesta de Santiago merece
la libertad de tus ojos.

El Hotel Plaza
tiene en sus oídos
y en su colchón
al turista pendiente.

La ciudad del calor insoportable
siente tu fiebre
y nos encuentra al compás
mirando por la ventana.

Melodía de otoño

Mi ventana gris
y el árbol de enfrente.

Junio es un puñado de vacíos
que canta tu nombre
todas las mañanas.

Susurra el otoño
con la esperanza tibia
de encontrar tu hueco
para calmar el paisaje
de todos los árboles
grises
de tanto crujir.

Las hojas de abril
llueven en mi ventana
gris
pero la calma se hace canción
siempre tu nombre
siempre en otoño.

La mujer del vestido a lunares

La abuela es una mujer que brilla, es blanca y de baja estatura, aunque estimo debe haber sido tan alta como yo. A veces me impresiona tener que inclinarme tanto para abrazarla. Así son nuestros saludos: nos camuflamos en un abrazo fuerte y ella me golpetea la espalda y yo la hago sentir un poco culpable como si me doliera.
Me impresiona la situación porque se me viene la imagen de la beba que fui y esa mujer presente inclinándose para alzarme, tan bella como la azalea de su terraza, así, tan colorida. Ahora soy yo quien se agacha. Así es el tiempo, paciente y  jorobado a la vez.
La abuela tiene pelo corto, pajoso con más canas que pelo rubio. Yo le compro la tintura sin amoníaco pero como le dá alergia no se aguanta a dejarla mucho tiempo. Entonces siempre tiene canas, muchas. Y se recoge parte de su flequillo largo con una o dos hebillas clip color marrón. Su peinado es simple y clásico como el de una nena de primaria despeinada de tanto correr de acá para allá. El contorno de su rostro se disfraza de despeinada siempre, regalándome esa cabellera que se cae delante de mis ojos, como los años que se le van con el viento.
La abuela brilla y es petisa, tiene pelo corto canoso despeinado y su cara presta lugar a un lunar gigante que se acrecienta con los días. A veces temo que le invada la cara de esa superficie lijosa, empedrada y no quiero que vaya al médico porque la asustaría y la abuela no está acostumbrada a esas tensiones. A veces siento que la abuela es algo inconsciente porque el lunar es muy grande, más que ayer y con el paso de los años; lo comprobé mirando las fotos de la abuela de joven cuando ni siquiera prestaba señales de manchas en su mejilla derecha. Pero creo que la inconsciencia la hace niña y eterna a la vez. Tapar su marca distintiva con el cabello quebradizo es su manera de ocultar la imperfección. Pero con o sin lunar, la abuela es para mí la mujer más linda del cosmos entero.
La abuela tiene ojos redondos y profundos, sinceros y luminosos, como si se hundieran con cada imagen que vio, con cada pensamiento que clavó su mirada; esa tan franca y sensata. A ella no le sale ser mentirosa; yo sé de su pestañear, me doy cuenta si está triste o molesta, si se quiere ir o quedar y hasta   sus gustos al ver sus pupilas. Sus redondos color marrón oscuro son el espejo de su mal carácter. Ella es sensata pero a veces es furiosa y su voz puede espantar a los vecinos cuando le grita a sus gatos. No sé porqué se enoja tanto cuando se le meten en la cocina si ella misma los llama a que le hagan compañía.
La abuela tiene arrugas y manchas en sus manos; cada grieta le sirve para desembocar el paso de las agujas del reloj. Puede pasar perfectamente como mujer quince años menor de lo que es.  Rechaza la idea de andar divulgando su edad. Y suele pedirme cremas nutritivas para el día y para la noche y especialmente reclama el último modelo de la  anti age. Día por medio se queja porque ya no puede correr como antes. A veces le duelen hasta los lunares, pero es muy raro que lo reconozca.  La abuela es fuerza de mujer.

Lejos de ser coqueta a pesar de las cremas, viste ropa juvenil, zapatillas que no incomoden sus juanetes y pantalones o calzas que no le aprieten la panza, la que dice tener pero que camufla muy bien debajo de varias medias de nylon juntas que acumula en capas para filtrar el frío. Ella es cuidadosa, pocas veces la he visto enferma; pareciera que tanta ropa la protege de los males de afuera o tal vez sea su hermosa piel quien cuida su motor como el tesoro que lleva dentro.

Ella siempre huele a perfume de cocina y a menudo le recuerdo que una vez le compré el Channel número 5; me lo había pedido invocando a Marilyn Monroe en su dormir con tan solo dos gotitas. Pero ella duerme tan abrigada que no le queda espacio para que la fragancia a musk le toque la piel. Una noche helada la vi dormir con guantes. Por supuesto, ni se lo mencioné al despertar, ya sabemos de su mal carácter y aparte ella siempre niega tener frío a pesar de la falta de estufas a gas en su casa. A ella le bastan las hornallas encendidas todo el día.
La cocina de su casa es una habitación aparte, su mundo aparte. Ahí pasa la mayor parte del día. El tiempo pasa rápido en la cocina, donde rebalsa la carne hervida, los utensilios desparramados, las manchas de aceite en su delantal y sus gatas arriba del calefón. Suena la radio am con el botón de tuning pulverizado de harina. Todo lo que la abuela toca deja rastro en el aire: las teclas de su piano hacen eco en el patio y decoran las baldosas y las plantas. También brillan sus gritos en el pasillo que da a la calle y llenan de color sus pasos lentos y acalambrados.
Cada vez que toco su puerta – de ese vidrio nebuloso que desfigura los cuerpos del otro lado- apoyo mi llave en la parte de hierro y toco tres veces intensas. Son varios segundos de suspenso hasta que veo caminar la sombra hacia mí y se agranda cada vez más su vestido a lunares  hasta dar vuelta el picaporte y me abre con una sonrisa despeinada y celebra mi bienvenida porque justo necesitaba mi presencia para colgarle las cortinas.

 Melisa.