
El año pasado revisando cajas viejas encontré en la casa de la abuela un vestido. Blanco. De encaje. Hermoso. ¿Qué es?. Me preguntó porque no tenía idea lo que tenía guardado en el placard. Quedatelo, me dijo sin dudarlo. Mirá qué lindo género, es para vos. El vestido se lo hizo su mamá, mi bisabuela era una genia cosiendo. Me dijo que se lo había hecho para una salida al Colón con José. Yo sé que
la abuela está cerca de los cien pero confío en su memoria de cristal y hierro a la vez. Hoy, cuando me vio con el vestido se acordó. ¡Te lo pusiste! ¡Qué hermoso! Y sonrió con la ternura que me imaginé toda la mañana pensando en que iba a caerle con la sorpresa. Después nos pusimos a charlar de lo de siempre: las noticias de la tele, la enfermera, el cambio de clima, mi sobrino, las gatas. Mientras tomábamos un cafecito le pregunté qué tocaba ella en el piano cuando era joven. Mozart, Beethoven, de todo, me dijo. Y entonces agarré spotify y le puse el auricular mientras sonaba “La Marcha Turca”. Se quedó mirando al infinito. Me decía qué maravilla y movía su cabeza y sus dedos. Lentos los movía y tarareaba tan dulce. No lo podía creer ¡Hacía tanto que no escuchaba! Yo me quedé tan feliz de recordarle la música de sus pasiones que no te explico. Cuando volvía en el tren me puse a Spinetta. Y me acordé de la imagen de su cara mientras escuchaba. La canción de mi vuelta a casa decía algo así como “la condición de sentir casi todo sin decir”. Mi abuela me deja un vestido, me deja un amor, mi abuela me está dejando todo.